-Jian, señor
-Jian, oquei,
Silencio
-Jian... Tienes exáctamente cuarenta y ocho horas para conseguir el dinero. Ni una más ni una menos. ¿Lo has entendido... JIAN?
Silencio
-Jian... Tienes exáctamente cuarenta y ocho horas para conseguir el dinero. Ni una más ni una menos. ¿Lo has entendido... JIAN?
Pronunció mi nombre en un tono más alto y más lento que el resto de la frase, Quería señalarlo, parecía querer insultarme con mi propio nombre, o tal vez solo pretendía decir " Si, tú, chino de mierda-Jian, tú eres el que debe el dinero, tú y solo tú, chino Jian"
Aquel hombre me miraba desde su carísimo sillón de piel marrón, como se mira a un insecto. Parecía asqueado, su nariz se arrugaba hasta hacerle enseñar el colmillo izquierdo, un colmillo puntiagudo y amenazador. Tenía las manos más limpias que yo he visto en toda mi vida, y el enorme rubí cuadrado de su anillo de oro brillaba reflejando la luz que le llegaba desde el ventanal situado justo a su espalda y desde el que podía verse todo el Vedado hasta el Malecón.
La mañana era clara y el aire limpio traía el sonido bullicioso de la calle. Justo a la altura de aquel despacho, estaba el semáforo de La Rampa que separaba la calle 23 de la calle G. Los vehículos bramaban bajo el ardiente sol de mayo cuando se abría el semáforo. Coches, camionetas de reparto y alguna moto sobrecargada cuyo rugido traspasaba los tímpanos incluso desde el piso octavo donde nos encontrábamos aquel sicario y yo. A lo lejos, las voces de un vendedor de ostiones ambulante me recordó que no había comido nada en todo el día. Serían las doce y media de la mañana, pero hasta ese momento no fui consciente del hambre que tenía. Tal era la preocupación que me atenazaba y que obturaba mi garganta hasta cerrar el paso a cualquier elemento exterior, incluido el aire, el agua, el alimento. Solo mi mente estaba despierta y alerta, como la de una gacela que corre delante del leopardo.
Al fondo, la bahía con el mar en calma, como una acuarela, prometía un refrescante paseo en barca... Otro día tal vez, con suerte. Con mucha suerte otro día. Si todo salía bien. Hoy no. Hoy toda mi vida dependía de aquella mirada asesina. Hoy no comería ni bebería, y respiraría lo imprescindible para pensar, pensar cómo demonios, dónde diantre, a quién coño pedirle los veinte mil pesos que le debía directa o indirectamente al señor Lansky.
Aquel hombre me miraba desde su carísimo sillón de piel marrón, como se mira a un insecto. Parecía asqueado, su nariz se arrugaba hasta hacerle enseñar el colmillo izquierdo, un colmillo puntiagudo y amenazador. Tenía las manos más limpias que yo he visto en toda mi vida, y el enorme rubí cuadrado de su anillo de oro brillaba reflejando la luz que le llegaba desde el ventanal situado justo a su espalda y desde el que podía verse todo el Vedado hasta el Malecón.
La mañana era clara y el aire limpio traía el sonido bullicioso de la calle. Justo a la altura de aquel despacho, estaba el semáforo de La Rampa que separaba la calle 23 de la calle G. Los vehículos bramaban bajo el ardiente sol de mayo cuando se abría el semáforo. Coches, camionetas de reparto y alguna moto sobrecargada cuyo rugido traspasaba los tímpanos incluso desde el piso octavo donde nos encontrábamos aquel sicario y yo. A lo lejos, las voces de un vendedor de ostiones ambulante me recordó que no había comido nada en todo el día. Serían las doce y media de la mañana, pero hasta ese momento no fui consciente del hambre que tenía. Tal era la preocupación que me atenazaba y que obturaba mi garganta hasta cerrar el paso a cualquier elemento exterior, incluido el aire, el agua, el alimento. Solo mi mente estaba despierta y alerta, como la de una gacela que corre delante del leopardo.
Al fondo, la bahía con el mar en calma, como una acuarela, prometía un refrescante paseo en barca... Otro día tal vez, con suerte. Con mucha suerte otro día. Si todo salía bien. Hoy no. Hoy toda mi vida dependía de aquella mirada asesina. Hoy no comería ni bebería, y respiraría lo imprescindible para pensar, pensar cómo demonios, dónde diantre, a quién coño pedirle los veinte mil pesos que le debía directa o indirectamente al señor Lansky.
-Don Brandon..
-Para tí señor Hunter
-Señor Hunter.... Yo....conseguiré los veinte mil pesos en dos días...
-Cuarenta y ocho horas. Ni una más, ni una menos. -Matizó aquel púgil vestido seguramente en Santonio, la mejor sastrería de Cuba, con el mejor lino color leche sucia de toda la isla-
-Cuarenta y ocho horas señor Hunter.
Intenté sonreir, lo intenté con todas mis fuerzas. Quería transmitir confianza seguridad y aplomo en una sonrisa franca y perfecta, de hombre de mundo que tiene todas las respuestas, o al menos un as en la manga, o un recurso de última hora que no había querído utilizar para hacer más interesante la última escena de aquella obra macabra... jajaja. Quería decirle a la bestia: "hey, Hunter, tío, soy yo, Jian, confía en mí, tendré tu asqueroso dinero en un plis plas" Pero creo que no lo conseguí. Mis labios no se movieron más allá de un par de milímetros. Mi boca estaba más rígida que la boca de la Gioconda. Solo si aquel orangután me lo hubiera ordenado habría sido capaz de sonreír. Tal era el bloqueo de mi organismo al completo. Así que solo cuando el hombre-mono vestido en Santonio que dijo, "vete ya, amarillo de mierda" fui capaz de mover los músculos y poner en funcionamiento mis plomizas piernas, que se encaminaron, he de reconocer que con bastante alivio, hacia la puerta...
-Cuarenta y ocho horas. Ni una más, ni una menos. -Matizó aquel púgil vestido seguramente en Santonio, la mejor sastrería de Cuba, con el mejor lino color leche sucia de toda la isla-
-Cuarenta y ocho horas señor Hunter.
Intenté sonreir, lo intenté con todas mis fuerzas. Quería transmitir confianza seguridad y aplomo en una sonrisa franca y perfecta, de hombre de mundo que tiene todas las respuestas, o al menos un as en la manga, o un recurso de última hora que no había querído utilizar para hacer más interesante la última escena de aquella obra macabra... jajaja. Quería decirle a la bestia: "hey, Hunter, tío, soy yo, Jian, confía en mí, tendré tu asqueroso dinero en un plis plas" Pero creo que no lo conseguí. Mis labios no se movieron más allá de un par de milímetros. Mi boca estaba más rígida que la boca de la Gioconda. Solo si aquel orangután me lo hubiera ordenado habría sido capaz de sonreír. Tal era el bloqueo de mi organismo al completo. Así que solo cuando el hombre-mono vestido en Santonio que dijo, "vete ya, amarillo de mierda" fui capaz de mover los músculos y poner en funcionamiento mis plomizas piernas, que se encaminaron, he de reconocer que con bastante alivio, hacia la puerta...